jueves, 10 de junio de 2021

EL  TEATRO  Y  LA  PANDEMIA


I.  Los hechos
Cuando otra epidemia parece controlable, deberíamos considerar hipótesis como esta: las pandemias contribuyen a redefinir ontológica e históricamente el arte teatral. Al menos ha sido así en tiempos donde enfermedades desconocidas han amenazado con extinguir a una parte de la población mundial. Pero lo curioso es que esas enfermedades antecedieron a épocas de notables transformaciones culturales. Entonces, es posible que no haya coincidencia entre el azote de las epidemias, los esfuerzos por vencerlas, el cambio de paradigma social y la reformulación del teatro. Al final, habrá que preguntarse por qué ese arte milenario y la pandemia, en su disparidad y semejanza, pueden significar puntos de inflexión en el devenir de la historia.


La paradoja estaría en la contradicción de que las pandemias producen muerte, sufrimiento, incertidumbre, situaciones de reclusión y, por tanto, dañan el tejido comunitario, mientras que las manifestaciones teatrales implican eventos festivos, convivencia, socialización. En consecuencia, una sociedad azotada por enfermedades contagiosas, o que se comporta como si las hubiera, tendería a convertirse en una civilización misantrópica, “anti teatral” si profesa la antiquísima enemistad con la más social de las artes. Poco importa si se trata de espectáculos circenses, de títeres, la gran ópera o un banquete familiar, la percepción de que socializar entraña un peligro de muerte ofrece una de las situaciones humanas más contradictorias e inquietantes. Ante circunstancias tan extremas, el arte suele responder con nuevas formas de expresión.


Por ejemplo, la “peste negra” que asoló a Europa en el siglo XIV y la “gripe española”, extendida entre los años 1918 y 1920, impactaron en el arte de Dionysos tras afectar a las sociedades. La “peste” propició la concepción premoderna de un teatro humanista en pleno Medioevo, anterior al teatro renacentista. Aquella “gripe” coexistió con los experimentos modernistas que arrinconaron al teatro tradicional con la impronta de la vanguardia y prepararon el sendero hacia los discursos posmodernos. Justo un siglo después, nuestro “virus chino” del año 2019 y siguientes está generando cambios socioeconómicos, casi imperceptibles en su mayoría, que seguramente no tardarán en tener sus correlatos teatrales en forma de circunstancias de representación, convenciones escénicas y discursos textuales y espectaculares.



II.  El fenómeno
Durante los últimos tres meses del 2021 la vida teatral ha ido recuperándose y las carteleras anuncian las obras que durante más de un año no se pudieron presentar o estrenar. Téngase en cuenta que, con la única excepción de Madrid, donde las salas se mantuvieron abiertas sin un aumento en la propagación de la enfermedad, todas las funciones fueron suspendidas en New York, Buenos Aires, Berlín, Paris, Las Vegas, Barcelona, Italia, etc. Valga recordar que, a diferencia del cine, la literatura o la música que pueden sobrevivir y evolucionar en plataformas digitales, las puestas en escena no son reproducibles por ningún medio técnico en cuanto son variantes de un drama o “representación viva del ser humano en acción” que necesita de otro humano que lo contemple compartiendo el mismo espacio y tiempo.


El fenómeno vivo del teatro parece estar de regreso con la austeridad de las ceremonias en el Antiguo Egipto o las escenificaciones semi litúrgicas del Alto Medioevo. Es un nuevo comienzo donde casi todo lo que se deja ver son obras de cámara. A los grandes espectáculos les cuesta más la reapertura. Esto sucede en Broadway, modelo de la industria del entretenimiento escénico, que ya cuenta con el permiso oficial, pero aplazó el reinicio hasta mediados de septiembre debido a las condiciones de desmantelamiento.


No obstante, más importante que la producción es la “idea artística” que consiste en una visión que define los paradigmas de elaboración, prepara convenciones apropiadas y construye los sintagmas de expresión que producirán otros paradigmas, convenciones y sintagmas. Quizá lo anterior ya esté pasando en nuestra época, un típico período de entre siglos que mezcla las ambigüedades del final de una etapa con los tanteos de la etapa posterior. Nuestra época, llamada Posmodernidad (en el estilo, antes fue Helenismo, Gótico Tardío, Manierismo, Belle Époque) debería estar a la expectativa de cuáles serán las secuelas del SARS-CoV-2 en la civilización occidental. ¿Favorecerá la expansión o el agotamiento de la Aldea Global en su edad tecnológica, una senectud electrónica sin espiritualidad? El cambio de paradigma artístico giraría alrededor del “teatro posdramático”, estudiado por Hans-Thies Lehmann. Dicha modalidad de ruptura ha devenido en una norma que establece la organización épica, la intermedialidad, la sinestesia, el predominio escénico sobre el texto, las formas politizadas. Este modelo dócil a la “sociedad del espectáculo” que cuestionaron Debord, Eco y Vargas Llosa, olvidó la dimensión ritual donde el ser humano es plenamente humano.



III.  La interpretación
Superar ese paradigma será más complicado que refutarlo. En principio, es necesario una revocación de las convenciones que este analista no vislumbra. El impedimento le llevó a releer un clásico, según evoca el título de este texto. “El teatro y la peste”, un ensayo del libro El teatro y su doble (1938), de Antonin Artaud, ofrece, entre diferentes recursos, la analogía desde una perspectiva surrealista. Comparando el teatro con la metafísica, el atletismo y la alquimia, el teatrista y escritor sintetizó pensamientos originales sobre la esencia del teatro y la actuación. Los símiles implícitos conjuraron la teoría que forjó un modelo provocador para la teatralidad europea del siglo XX y un referente teatrológico contemporáneo.

Con Artaud podríamos decir que la pandemia del siglo XXI increpa nuestras costumbres, descubre una complejidad inadvertida, reta la idoneidad de nuestros hábitos de percepción. ¿Seremos testigos, igual que en los siglos XIV y XX de un giro copernicano en los modos, medios y maneras de escenificación? La primera respuesta, ya explicada, es que las formas teatrales cambiarán de acuerdo con los cambios sociales sin importar que los tiempos post-pandémicos recuperen los paradigmas comunitarios previos, o emerja un nuevo ordenamiento social con nuevos paradigmas. La segunda respuesta razona que el teatro a veces revela lo que el orden social oculta entre normativas, prohibiciones y políticas de aislamiento como el “distanciamiento social”, una abstracción solo aplicable a los anacoretas. En las antípodas, la distancia teatral, cierta cualidad de la recepción y un recurso que Brecht nombró “Efecto de Distanciación” (Verfremdungseffekt), consiste en el antiguo procedimiento de tomar distancia crítica, recuperar la conciencia y propiciar una cultura política del encuentro, opuesta al distanciamiento disgregador de la enajenación.

El ensayo evoca una nueva teatralidad que no sería novedosa pues vendría de la antigüedad asiática. Por tal enfoque, el autor presentaría esencias olvidadas: teatro no es lo que sucede en el escenario, es una transformación interior que madura en la conciencia hasta brotar en el cuerpo y la socialización, como la peste. Entonces, la fuerza de la imagen teatral está en lo no-dicho, lo no-visto, una potencia terrible que el visionario francés descubrió en la enfermedad analizada a la luz del proceso de generación, devastación, superación; porque ninguna realidad muestra la grandeza, la fragilidad o la miseria como las plagas y la escena. Los géneros dramáticos ―hoy imperan comedias y melodramas― propagan la visión del “Mundo como Teatro” mediante actos espaciales, corporales, sensoriales, imposibles en la representación audiovisual, aunque ya insuficientes. Finalmente, si el “performance” posmoderno encuentra su teatralidad ritual, la complejidad de lo humano repercutirá en la próxima “idea” antropológica desde el arte.



miércoles, 9 de junio de 2021

DE LOS  FESTEJOS  DEL  CORPUS CHRISTI  A  LA VANGUARDIA  TEATRAL



La Fiesta del Cuerpo y la Sangre de Cristo benefició a las vanguardias escénicas de principios del siglo XX, un capítulo poco conocido de la cultura teatral. De hecho, el asunto corrobora los orígenes rituales del teatro, así como cierta caracterización del arte religioso en Occidente. Pero el principal heredero parece haber sido el teatro actual derivado de las vanguardias del siglo pasado, aunque sus antecedentes remotos estén en la teatralidad barroca, donde los festejos del Corpus Christi alcanzaron el máximo esplendor. El antecedente católico de algunos experimentos expresionistas, dadaístas y surrealistas, integra factores y referentes que explican su significación en el devenir histórico y en la representación contemporánea.


El culto del Corpus Christi se remonta al siglo XIII, cuando el papa Urbano IV lo instituyó antes que Juan XXII lo decretara Fiesta universal en el siglo XIV. Clemente V autorizó las procesiones en el templo, y el pontificado de Nicolás V acogió la primera procesión fuera del templo por las calles de Roma en el siglo XV. Luego, en el siglo XVI, el Concilio de Trento ratificó el culto público a la Sagrada Eucaristía en medio de los enfrentamientos doctrinales y militares entre católicos y protestantes. Las circunstancias estimularon culturalmente esa devoción fuera y dentro del rito. Misas y procesiones, cantos, objetos litúrgicos, poemas, pinturas, vitrales, esculturas, se llenaron de fervor, belleza y olor de santidad. Durante el siglo XVII, a la sombra del barroco, florecieron el drama teológico de los jesuitas alemanes y los autos sacramentales, textos específicos para las representaciones del Corpus en España.   


Las piezas españolas se inclinaron hacia la discusión filosófica sobre el sacramento. Enfrentaron el problema de la presencia real de Cristo en la Hostia Consagrada mediante diálogos tejidos con los razonamientos que desvelaron a santo Tomás de Aquino, uno de los grandes sabios de todos los tiempos. La Transubstanciación, que explica la conversión del pan y el vino en Cuerpo y Sangre de Jesucristo usando razonamientos físicos y bíblicos, fue un tópico recurrente en las obras. Estas sutilezas teológicas no afectaron el disfrute del público ni amilanaron a los dramaturgos que desde los Siglos de Oro hasta el XX no dudaron en escribir autos sacramentales. El género alcanzó la cumbre literaria, religiosa y escénica en la obra de Pedro Calderón de la Barca, un genio del siglo XVII. Más tarde, el auto perdió el rumbo sacro por la acumulación de elementos profanos y cómicos, hasta quedar prohibido en el siglo XVIII.



Los autos y sus representaciones constituyeron un momento apasionante del fervor popular y la renovación artística. Estos textos son creaciones en verso basadas en el debate filosófico, los personajes alegóricos (la Fe, el Hombre, la Doctrina, el Aire, la Sabiduría), el sentido fantástico de la acción que sigue una lógica conceptual, ambiciosas propuestas escénicas, a ratos vinculadas al teatro medieval. Las puestas en escena realizaron la vocación espectacular con los recursos de la época: presentaciones en las plazas, compañías de actores especializados, escenarios sobre carros tirados por bueyes, tramoya ingeniosa, efectos y artilugios disponibles. Y lo más importante, los espectáculos culminaban las fabulosas procesiones del Corpus. Realizadas con opulencia, tras la custodia que mostraba el Santo Sacramento rodeado de ornamentos y objetos sagrados, desfilaban los reyes o emperadores, la jerarquía eclesiástica, figuras de la corte y del poder seguidos por el pueblo. Además, figuras carnavalescas e impías (la Tarasca, los gigantes y cabezudos) introdujeron la diversión subordinándola al motivo de la veneración.


La celebración del Corpus hacía visible la dimensión escondida del misterio; o continúa haciéndolo, ahora solo con la motivación religiosa, en los lugares donde se observa la tradición. Respecto al teatro, las consecuencias pueden resumirse en tres: el desarrollo del sentido espectacular del teatro medieval mostrando una estructuración diferente a la clásico-aristotélica e igual de eficaz, la apertura hacia una dramaturgia de lo abstracto con intención filosófica o político-propagandista, y la estética popular del megaespectáculo que funde una diversidad de lenguajes. La concepción teatral de la Modernidad no existiría sin los aportes anteriores.



Las obras eucarísticas influyeron en los artistas románticos del siglo XIX y en los reformistas y vanguardistas del siglo pasado. Algunos hitos fueron la escenificación de El Gran Teatro del Mundo, de Calderón, en versión de Hofmannsthal y dirigida por Max Reinhardt, en 1922; la exploración dramática con personajes alegóricos y ambientes oníricos que hicieron Tzara y Eluard; el teatro político de Piscator y las obras Agitprop; la dramaturgia filosófica del Existencialismo; los autos sacramentales de la Generación del 27 (Lorca, Hernández, Alberti, Altolaguirre), sin demeritar a los gigantes de la Generación del 98 (Unamuno, Azorín). Federico García Lorca se destacó al representar el auto La vida es sueño, de Calderón, con su agrupación universitaria La Barraca. Incluso, el teatro posmoderno suele interesarse en la espectacularidad y en los nudos conceptuales de las obras eucarísticas incorporando el eclecticismo estético, la parodia y las nuevas tecnologías e ideologías en torno a las cuales articula su cosmovisión.

sábado, 28 de marzo de 2020


FUNDAMENTACIÓN ANTROPOLÓGICA DE LA ESPERANZA



Mantengo la firme esperanza de que ningún peligro o pandemia son más fuertes que la especie humana. O mejor, que la peor pandemia, la única que podría eliminar hasta el último homínido existente, es la irresponsabilidad comunitaria de la propia especie, ya sea en grado de ignorancia o en grado de soberbia. El primer caso sucede bajo la influencia del miedo ancestral, primigenio. En el segundo caso actúa, fundamentalmente, la maldad como instinto. Delante de la historia puedo corroborar estos axiomas, sus causas probables y, con ardua dificultad, alguien podría articular los opuestos. Entonces, por ello mismo, son muy pocas las probabilidades de que la racionalidad, o el sentido común, y la voluntad sean derrotadas.



Pero hay un enorme PERO. El orden de la sociedad occidental, forjado en todos los aspectos de la vida comunitaria sobre los principios del liberalismo modernista (que tiende a desconocer la responsabilidad por una comprensión ingenua de la libertad), propugna en menor o mayor medida una concepción individualista que poco contribuye a dar respuestas unívocas a problemas comunes. De ahí surge un conflicto interesantísimo entre la razón y la libertad, entre la ley y los principios, cuya solución filosófica es menos compleja que la solución práctica. Y hasta ahora, la actual pandemia se beneficia de este diferendo, cuya mejor prueba está en las sociedades autoritarias o totalitarias. Aunque estas comunidades enfrentan el mismo el peligro, la ausencia legal (no legítima) de libertades o derechos favorece la rápida militarización de la sociedad cuando la solución real (un medicamento salvador, por ejemplo) aún demora. Tales pueblos tienen “garantizadas” condiciones estructurales, psicológicas y superestructurales para obtener la relativa eficacia de las prohibiciones.



El punto común entre tantos registros sería el manejo de las circunstancias de supervivencia y las opciones de vencimiento rápido. En cuanto a las circunstancias, se trata de una sobrexpuesta lista de precariedades (pandemias desconocidas, enfermedades y muertes incontrolables, pánico social, colapso económico, escaseces, violencia) que, cual “flamantes” jinetes del apocalipsis posmoderno, parecen ganarles la partida a las piezas tradicionales del ajedrez cultural: la bondad, el pudor, el heroísmo y el amor como virtud y sacrificio. Pero la entraña familiar de la sociedad es extremadamente poderosa, más fuerte que los alegatos del humanismo individualista y hedonista, más sutil que la puerilidad del mercado bursátil. En el peor de los casos, una cultura sustituye la otra, pero la lógica cultural (civilizatoria, familiar) de los pueblos siempre prevalece. De aquí procede la fundamentación antropológica de mi esperanza.


  

viernes, 27 de marzo de 2020



EL SENTIDO (ESPIRITUAL) DEL TEATRO



La búsqueda del sentido del teatro nunca terminará. Lo confirman las palabras que escribió Shahid Mahmood Nadeem para celebrar el Día Mundial del Teatro con el International Theater Institute (ITI), que anualmente honra con este encargo a un teatrista destacado. Pero todo parece diferente en el año 2020.


El mundo se ha convertido en una aldea global de la Modernidad Tardía, azotada por una pandemia desconocida que obliga a reconsiderar la civilización y la humanidad. Incluso el teatro, que no puede sobrevivir en condiciones de distanciamiento social, aislamientos e incontables cuarentenas al necesitar, al menos, un actor y un espectador en un mismo espacio-tiempo, ahora sí podría ser pensado como una actividad en difíciles circunstancias de supervivencia. Dicho replanteamiento llega con la sabiduría tan contemporánea como milenaria de uno de los comunicados teatrales más brillantes y conmovedores que nos ha entregado el ITI, ante la duda de si el teatro es solo entretenimiento, es decir, si sirve para algo. Aunque no de forma explícita, el mensaje que hoy nos viene del Extremo Oriente rondan el sentido del arte escénico justo en tiempos extremos, y motiva el presente texto que procura repensar el teatro con el texto de Nadeem.



Quizá lo más estremecedor de la vindicación sea que su autor, un activista social y un artista de sesgo político, a lo Piscator y Brecht, superó la perspectiva materialista o mecánica del mundo desplegando un cuestionamiento de profundo y sincero carácter espiritual. Así, su escrito comienza con la noción de conjuro y de teatrista-mago en alusión a los orígenes religiosos del teatro y adjudicando el objetivo de entonces: transformar la realidad inmediata. Por ende, asume lo sagrado, en cuanto inminencia y trascendencia de la vida, que desafía el pensamiento y la técnica de la representación escénica. El artista de origen musulmán enfoca el asunto desde la tradición sufí que abordó en un espectáculo donde, al terminar, un anciano dijo a uno de los intérpretes: “Hijo, no eres un actor, eres una reencarnación de Bulleh Shah, su avatar”. Tal sentencia, digna de un tratado de filosofía del teatro, le permite concluir: “la actuación no es solo una experiencia entretenida o intelectualmente estimulante sino un encuentro espiritual”.


Nadeem propone otra concepción del convivium teatral que implica una comprensión de la naturaleza humana allende lo físico-sensorial y lo emocional-intelectual. Sin prescindir de la materialidad del teatro, sugiere un salto desde la teatralidad de los cuerpos hacia una teatralidad de la vida interior de esos cuerpos, próximo al Teatro Noh y a las exploraciones actorales del último Stanislavski. O cercano a lo que Grotowski investigó sobre el actor santo y alrededor de su categoría de performer, las cuales tienen correlatos en los espectadores-testigos y bajo la dramaturgia del espectador, incluso cuando este parece no entender ni comprender lo que el director paquistaní llama “las dimensiones espirituales del teatro”, quizá el ámbito del sentido.

La visión espiritual del espectáculo que, según afirma el escritor, debe considerar al espacio escénico como una esfera sagrada, conecta con varios pensadores, pero se funde en las páginas memorables de El espacio vacío, de Peter Brook. El maestro británico, con aplastante lucidez, acerca lo sagrado a lo invisible, en cuanto revelación de una riqueza interior que cristaliza sobre el escenario en un hecho esencialmente poético, generador de universos, fortalecedor y, en cierto sentido, nutritivo. Porque el desgaste existencial también se alivia en el arte, se restablecen las fuerzas, la vida vuelve a empezar, proyecta otros mundos. Ese teatrista-demiurgo al que alude Shahid Mahmood Nadeem al principio de su texto convoca lo sagrado como esencia y lo profano como sustancia en tanto “hacer teatro puede ser un acto sagrado, y los actores pueden convertirse en los avatares de los roles que desempeñan”, si reconocen que el teatro no sucede ante los sentidos ni en las emociones. Al menos, no del todo. Pues algo trasciende en lo invisible que Esquilo, Shakespeare, Chejov y Williams representaron, en lo sublime del teatro que hemos vivido, hecho, recibido y conservado. Algo que regresa cuando las luces se extinguen, los aplausos se ahogan, los cuerpos se ocultan y todo queda disuelto. Menos el teatro.





domingo, 8 de marzo de 2020


COMPLICIDAD PERFORMATIVA


El primer problema de la complicidad performativa es su propia la tautología. No hay acción sin complicidad, ni complicidad enajenada de alguna actuación. El segundo problema está en las implicaciones rituales de la experiencia: el carácter transgresivo y liberador del acto. Porque si no hay transgresión no hay acción y menos liberación. Ejemplo: aplaudimos a un actor porque ha cometido un sacrificio gastando su energía y su tiempo en una acción que fue entrega impecable, superación del ego, y que no volverá a suceder nunca más. El tercer problema es que la transgresión personal del celebrante, el sacrificio de la víctima propiciatoria y el último acorde del instrumentista tienen el mismo carácter: están hechos para nada, por nada, hacia nada, en tanto no hay otro provecho que producir la totalidad del acto. Y al otro lado, el espectador, el testigo, el cómplice solo tienen una opción para que esa totalidad perviva: el receptor tiene que ser agente poético y fuente inagotable de sentido, significados y vitalidades, o no habría acto ni liberación. Por tanto, en la perfección ritual del acto, además de la totalidad del sentido, sus consecuencias, se cumple todo en el todo. Y solo el cómplice lo encuentra.





SINDÉRESIS CULTURAL


La confusión se ha instaurado casi como condición cultural. Ante el desafío, la respuesta tiende a ser el rechazo del fondo de los asuntos guiándose por una reflexión de mínimos, por opiniones incontables que asfixian la verdad y el simple pensamiento, y proponen pactos de temporada, que hay que renovar cada media generación. Mientras tanto, todos inconformes, quedan embelesados con el vaivén de noticias que no son acontecimientos, de estadísticas y encuestas que no son territorios sino mapas o leyendas de mapas. Pero, especialmente, se estimula el anhelo de una pronta y definitiva implosión de la realidad en realidades paralelas, y de la verdad en verdades, semi-verdades, contra-verdades, trozos de la verdad mal combinados bajo la lógica románica de un mundo que se empeña en vivir entre las ruinas de otros tantos mundos anteriores.


Es decir, la sindéresis ha dejado de ser una opción para ser una urgencia si se ha tomado rumbo por los meandros improbables de la crítica a la Edad Moderna, que hoy todavía va de posmoderna. La sindéresis propone la complejidad como método y la simplicidad como objetivo. Necesita del binarismo metafísico del bien y del mal, por ende, de lo bueno y lo malo, lo correcto y lo incorrecto, lo normal y lo no-normal más como categorías del pensamiento, preguntas históricas, que como mónadas eternas e impolutas. ¿Cómo encontrar lo claro y lo oscuro bajo el fanguero, en el medio de la penumbra, en ausencia de certezas? Por sindéresis. Y aunque la respuesta definitiva nunca estará disponible, desde siempre la humanidad ha sabido que el verdadero sentido está en buscar, no encontrar. O mejor, se encuentra justo y solo cuando la búsqueda se ha vuelto incesante y no se ha renunciado al acto sagrado de pensar desde la razón, desde la sensibilidad, desde la espiritualidad.





OBSERVATORIO ESTÉTICO



Un observatorio estético de la sociedad se ocupa de la belleza. Pues quizá, al final o desde el principio, todo se trate de lo bello y sus consecuencias físicas, metafísicas, materiales, conceptuales, artísticas, morales, ordinarias. O, al menos, todo gira alrededor de la percepción de esa belleza y su relación inextricable con la felicidad que no es alegría pasajera ni simple satisfacción, sino un estado simple, trascendente. El observatorio estético debería ser el rincón del mundo desde el cual se concreta, se estimula, se preserva una felicidad que nace de la experiencia de cierta contemplación.


Sin embargo, desde hace dos siglos intentamos proscribir la idea tradicional de la belleza despojando de humanidad al discurso público apegado al gusto, la contentura, otras emociones, la sensualidad y el erotismo. Del mismo modo, el abandono de la noción de verdad pone la filosofía a los pies de la política, mientras esta oscila entre la ideología y el espectáculo. Con la disolución ontológica de la ética y la estética se ha disuelto la trascendencia, lo sagrado, que debilita el sentido del bien, el sacrificio y la grandeza.


La necesidad de un observatorio estético surge en tiempos de tecnologías que no de ciencia, de artilugios de entretenimiento que no de artes, de representación que no de presentación. Ciencia, arte y política forman un bajo latente, lejano y continuo que hay que buscar en los fondos, en las esquinas, en la multiplicidad. Porque un observatorio es un acontecimiento multilateral con un enfoque y muchas perspectivas.