Crítica Teatral
METÁFORAS
DEL ABISMO
Parábolas, correlatos,
paralelismos son recursos que intensifican en la obra Abismo (Una
cuerda floja) una discusión sobre la llamada “cultura de la cancelación”
que, el pasado mes de marzo, tuvo su estreno mundial en el Black Box.On Stage
del Miami-Dade County Auditorium. El escritor, Abel González Melo, y el
director, Carlos Celdrán, dos destacados creadores cubanos, lideraron esta
realización de Arca Images, con Alexa Kube al frente, una productora que ahora
mismo marca el paso teatral en el panorama cultural de la ciudad. Sin embargo,
fueron los cuatro actores de la encomienda quienes cargaron con la principal
responsabilidad artística. Mientras Larry Villanueva, Luz Nicolás, George Akram
y Alina Robert encarnaban consistentemente los avatares de los personajes
Adolfo, Isabel, César y Lorena, las presunciones de culpabilidad, los linchamientos
públicos y la oscura procedencia de sus causas y motivaciones, estamparon con fidelidad
una radiografía de nuestra época enloquecida que merece una atención cuidadosa.
Por ejemplo, lo que iba a ser el
glamuroso homenaje al director teatral Adolfo por el trabajo de toda una vida
a propósito de su último estreno, da un vuelco tras acusaciones informales de
maltrato a una actriz y del anterior acoso sexual a un actor adolescente. Tales
circunstancias comprometen las decisiones de su amiga Isabel, presidente de la
compañía, y repercuten sobre César y Lorena, yerno e hija de Adolfo. El
contexto profesional y familiar de la situación límite anuncia una tragedia que
penderá sobre la cabeza de los personajes hasta el último segundo. Los
espectadores atravesaron una cadena de acontecimientos, ya bien conocida, con su
fondo de puritanismo laicista (no religioso), que fuerza a tomar decisiones apresuradas
bajo dictámenes morales, no éticos. La obra reconstruye, documenta, esta
cadena: la lapidación orquestada desde las redes sociales con una participación
irresponsable de la prensa, el secuestro de la opinión pública por parte de una
sola opinión, las reacciones y medidas condenatorias hasta que se demuestre la
inocencia, las presiones psicológica, física y social exigiendo renuncias o
peticiones de disculpas sin necesitar evidencias ni procesos legales y,
después, el ostracismo o algo peor.
Ante tal encrucijada, Gilles Deleuze diría pensando en Kant: "Lo trágico no es tanto la acción como el juicio...". Y la obra genera un doble enjuiciamiento porque si unos personajes hacen el juicio a los personajes implicados, los espectadores hicieron el juicio de todos ellos mediante la interpretación de los sucesos. En esta "tragedia del juicio", el público tiene la opción asumir el mismo enjuiciamiento moral a partir de la percepción, o un análisis ético sobre hechos y no sobre opiniones en función del posicionamiento de los caracteres. Quienes vieron la puesta en escena tal vez no duden que el punto de vista del equipo de creación era contrario al juicio superficial, y por eso confiaron en un texto ágil y poliédrico. La obra pertenece a esa literatura dramática, poética y teatral, que compromete a actores y espectadores. La riqueza de la propuesta de Arca Images conmueve más desde la fragmentación en cuadros y planos de acción que desde el argumento que procura atrapar algo demasiado actual, perversamente actual, demasiado humano.
Quizá uno de los encantos del espectáculo estuvo en depender más de la narración que de lo narrado. Dos grandes líneas de acción progresaban de manera causal y en retrospectiva hasta unirse al final. La denotación de los hechos dentro del ambiente teatral del argumento y la connotación de algunos de ellos esbozan una de esas “cacerías de brujas”, repleta de ambigüedades, dudosas investigaciones, gente colapsada ante la presión, situaciones imprevistas o al margen del estado de derecho. El manejo de los tropos produce dicha connotación dramática comparando acontecimientos presentes y pasados, valiéndose de la incertidumbre u opacidad de estos, e inclinando el estilo coloquial de los parlamentos hacia un discurso con resonancias metafóricas, incluso en el subtítulo de la obra. Otros recursos de metaforización son las alusiones a The crucible, de Arthur Miller, al período del macartismo al que dicho texto alude y las acusaciones al Paul Gauguin de Tahití. La tensión interpretativa entre el pasado y el presente expresa lo inexpresable, grita los silencios, pauta las pausas, ensambla lo “no-dicho”, según definió Patrice Pavis. En consecuencia, la dramaturgia del texto exigió una construcción poética a la dramaturgia del espectáculo.
No obstante, lo que puede
considerarse poesía dramática o escénica sería el resultado de una delicada
urdimbre de sugerencias y asociaciones donde el receptor y el emisor son
creadores por igual. Al respecto, en el espectáculo Abismo predominaron
los colores oscuros en el vestuario y los ambientes sombríos sobre la completa
luz u oscuridad, indicadores de algo tenebroso en el conflicto; no explícito
sino implícita, que debía revelarse. La idea espectacular prefirió generar una
complicidad a través de la economía de recursos, y por tanto confío a los
actores, fundamentalmente, el ensamblaje poético y dramático de la obra. Esta
singularidad empleó un escenario limpio y una atmósfera tensa para la
exploración “anti-teatral” de la teatralidad. En muchos momentos la
escenificación se limitó a facilitar la comunicación de la sustancia artística,
a organizar el encuentro de los espectadores con los actores-personajes e
impulsar la composición realista y el trasfondo metafórico de las situaciones. Esa
estética hiperrealista y “cinematográfica”, con imágenes magras de empaque ordinario,
contrastó con una pantalla ajustada a la boca del escenario que recibió
proyecciones de fotos y películas sobre los referentes culturales mencionados.
Las imágenes audiovisuales ilustraron los contextos e iluminaron tarimas
diferentes, pocos muebles, seis sillas, una mesa.
La presencia de cuerpos ajenos
a los actores materializó las referencias y las ausencias. Téngase en cuenta
que la acción principal en la obra es la reacción a los ataques de las
acusadoras Ana y Marieta, personajes referidos y devenidos protagónicos
ausentes porque los sucesos decisivos ocurren fuera de la vista del público,
son evocados o suceden en el exterior del espacio dramático y del espacio escénico
que desmaterializó la acción. Luego, cada mueble, manojo de papeles, cartera,
jarra, ropa, sonidos, textura, alivió una posible sensación de vacuidad. A la
inversa, la desnudez, cierto despojamiento escenográfico, la amplitud del aforo
en relación con la cercanía del público tampoco ayudaron a concentrar las
atmósferas ni seguir los detalles, pero favorecieron la sobriedad narrativa. La
iluminación, también sobria, prescindió del apagón entre los cuadros, y echó
mano a las penumbras donde los actores quedaron semi despojados de sus
personajes. La indeterminación en esos instantes reveló un aspecto de la
concepción histriónica.
Los actores trabajaron en los
márgenes del verismo, alejados de la plena ilusión y próximos a una imaginería
épica que no difuminó la realidad del actor tras la noción del personaje e
intentó conmover agitando al mínimo las emociones. El problema técnico para
representar las sutilezas psicológicas de los caracteres sin la cobertura de una
ilusión total, incluso revelando realidades paralelas, demandó algo más que
organicidad y sentido de la verdad. Exige que los actantes de la ficción sean
sucesivamente reales y virtuales, presencias humanas y máscaras parlantes, como
solo puede lograrse a través de una maduración adecuada que demanda tiempo y
hondura en la apropiación de esos caracteres. Esa estética que pide mayor
elaboración implica mantener procesos de montaje largos y meticulosos, abiertos
a una investigación correspondiente a las metas artísticas. Considero que en el
condado Dade deberíamos proponernos esos procedimientos, porque los merecemos,
tenemos la preparación y no estamos lejos de lograrlos.
Al parecer, Abismo (Una cuerda floja) buscaba
una estética de la exposición, denuncia y discusión, afín a la función social
del teatro, pero bajo un espectro lírico. La meta alcanzada fue la construcción
de situaciones dramáticas como eventos metafóricos, facilitados en un ambiente
de remembranzas, premoniciones, sospechas. Encima, encontraron lugar el “qué
dirán”, la posibilidad de la repentina condena a cualquiera, la culpa (consciente,
accidental, involuntaria), la sombra de la envidia. Incluso, el teatro mismo
como evento cultural es la principal metáfora, y resignifica varios factores teatrales
dentro de un registro simbólico. La compañía teatral, la obra a estrenar, el
director, sus personajes allegados, las acusaciones pasaron, tal vez, a
connotar la sociedad, las frustraciones, el sujeto emprendedor, la familia, la
injusticia dentro de un destino inexorable. La eficacia de la representación estuvo
concentrada en el aspecto social.
Sin embargo, lo poético y lo
social están enlazados en el monólogo de Adolfo sobre The crucible (El
crisol), cuyo proceso de montaje él estaría a punto de comenzar. La escena
ocurre en una tarima que adquiere la implicación de un escenario dentro de otro
escenario, y discurre en varios planos. Estos son la necesidad del estudio cuidadoso
del texto (“trabajo de mesa”) previo al montaje, las alusiones al contexto
histórico de la escritura, al contexto de la escenificación del texto de Miller,
y la urgencia de la esposa de Adolfo, cuyo teléfono sonaba a intervalos. El
detalle de la discusión semántica sobre la inapropiada traducción hispánica del
título (Las brujas de Salem) que Adolfo juzgaba por anular la dimensión
lírica del original demuestra en un sentido metadiscursivo cómo lo lírico y lo
social operan dentro de la obra. La duplicación de los escenarios duplicó las situaciones
teatrales sin necesidad de que hubiera una representación dentro de otra mientras
el discurso teatral sobre el teatro mostraba en el personaje a un posible alter
ego del dramaturgo. Esta dilatación especular de situaciones y espacios gestó
una mise en abyme metafórica, la representación abismal de un mundo en
caos.
Al final del espectáculo, los cuatro personajes se horrorizados en el centro del proscenio y enfrentan a los espectadores. Ofrecen un cuadro de tal indefensión que es imposible no advertir la presencia del mal como una constante. Pero no el mal ordinario, banal, que señaló la filósofa Hanna Arendt, sino el Mal puro, por antonomasia, con mayúscula, enemigo de la virtud y promotor de la mentira; ese que, ridiculizado y hasta negado, puede esconderse en la aparente inocencia o en la pequeñez, y desde allí cometer grandes perjuicios. Pero gracias a la experiencia teatral, real y virtual, al dinamismo de las asociaciones, se nos recuerda que el teatro es una metáfora del juego, los ritos, el sueño, e incluso del abismo. Tal precipicio es inevitable, y los humanos nos despeñamos por él hacia zonas desconocidas de la conciencia, de la civilización. Pero también caemos en etapas previas, la barbarie y el salvajismo, que solo en ocasiones evitamos. Y así quedó suspendida una pregunta al final de la última escena, al borde del desastre: ¿habrán sobrevivido los personajes a semejante asechanza…?