Reseña Teatral
EN NOMBRE DE CELIA
La
celebración de lo cubano es una práctica recurrente en los hijos del
archipiélago. Tanto en el territorio como en el exilio, la devoción por el país
confirma a los bien nacidos que, para ello, ejercen las artes con entusiasmo. Y
así sucede, en particular, cuando el motivo es una gloria mundialmente conocida.
En este caso, el asunto ronda la vida y memoria de Úrsula Hilaria Celia de la Caridad de la Santísima Trinidad Cruz Alfonso, exactamente Celia Cruz, coronada como “Guarachera de
Cuba” y “Reina de la Salsa”. Pero la celebración se complejiza si la memoria domina
la historia, y la personalidad se vuelve un ídolo. Entonces, surge una
dramaturgia de la leyenda y la añoranza, del recuerdo ajeno mezclado con el
propio que eleva los dolores compartidos fuera del molde de la naturaleza, allende
la ilusión, los logros y las pérdidas.
Sobre
la veneración de las conquistas y una lamentación de las realidades versa Celia,
puesta en escena del El Ingenio Teatro que a principios de marzo fue estrenada
en el elegante edificio que ocupa el Museo Americano de la Diáspora
Cubana. La representación dirigida por Liliam Vega constituyó uno de los
mejores momentos en la cartelera del Festival Casandra, dedicado a la mujer,
que dicha agrupación está defendiendo contra todo obstáculo. La peculiaridad de
la propuesta consistió en desplegar recursos audiovisuales, coreográficos,
escenográficos y los accesorios con el objetivo de contextualizar la relación
directa de los actores y el público. El sesgo personal de la puesta compiló los
avatares individuales y las
inquietudes sociales e históricas de una nación. Junto a la gracia y el gozo propios de la identidad hispano-caribeña, lo que dio profundidad a la
escenificación fue que el intercambio sucedió bajo la
forma del teatro dramático-musical donde suele invocarse la cubanidad y su
fundamentación, la irreverencia. Pues, al mismo tiempo que ocurre la diversión,
un “malestar”,
muchas veces de pura raigambre patriótica, recorre el enjambre de las pulsiones;
y otros estados inefables cuecen las ambigüedades del goce, el rechazo o la fascinación
por los códigos del comportamiento y las tradiciones a los cuales el idealismo
ha denominado “la cultura”.
Con un tono fluctuante desde el
coloquio teatral a la “descarga”, la sólida música original de Héctor Agüero y
las actuaciones convocaron numerosos personajes mediante los monólogos
profesados por Ivanesa Cabrera, secundada por Jorge Luis González y África
Pérez Balmaseda, cuyas apariciones en las escenas dialogadas enlazan secuencias
actuadas y cantadas. Armonizar esos tres registros actorales diferentes,
guiados con ingenio (nunca mejor dicho), retó a la directora y autora del texto,
quien asumió la faena partiendo de la actriz principal. De la incorporación de
la protagonista Celia y la evocación de Celia Cruz, que dicha actriz realiza,
surgió la clarísima, para algunos sorprendente, impronta de una diva, según suele
nombrarse a quienes concilian la expresión histriónica, la dancística y la
musical en grado de excelencia. Más aún, su bella voz y su presencia, unidas a una
ejecución minuciosa y al talento de Cabrera en varios registros, elevaron el
nivel interpretativo a una altura poco frecuente entre nosotros. Este dominio
de las técnicas vocales y psicofísica debería convertirse en un referente de
valoración para los espectadores locales y los hacedores del arte teatral.
A su vera, los otros intérpretes recorrieron zonas narrativas y matices en ciertas áreas del discurso que quedaban por cubrir. González usó su versatilidad, organicidad y manejo de las tesituras dramáticas y cómicas para exponer, en clave costumbrista, la naturaleza de los personajes masculinos que rodeaban a la protagonista. Asimismo, sus interpretaciones de instrumentos musicales y las canciones contribuyeron a la corriente de farsa, parodia y seriedad que recorre el espectáculo. Y, casi al final de la obra, la jovencísima Pérez Balmaseda estampó la alternancia generacional haciendo uso de sus habilidades en el canto. La calidad actoral —apoyada en los trajes, los tocados, las luces, los destellos de color, además de la gracia y limpieza de los movimientos—, fortaleció la representación en su mayor parte; la cual, pese a ocurrir en un espacio escénico no idóneo, motivó el sentido festivo y la degustación de los espectadores que percibieron la sustancia artística, sus ideas.
Celia tiene una eficacia simbólica digna de examen. La alusión al teatro vernáculo, la aparición de la bandera cubana y del ícono patronal de la Virgen de la Caridad del Cobre que preside el Santuario de la Ermita de la Caridad, en Miami, son significantes de una cubanidad herida y esperanzada. El nombre que identifica a la artista mundial y a la protagonista, hija de una admiradora de aquella y ella misma una seguidora entusiasta, acentúa la etimología de Celia vinculada al latín “cielo” (cælium). La unidad en el nombre y sus implicaciones apuntan a lo más alto, a lo inalcanzable de un destino hermoso y zaherido de dos mujeres unidas en una suerte de personaje doble en el cuerpo de la actriz, un ente dramático que en varias ocasiones parece la alegoría del país. Este personaje, tal vez nacido en los años sesenta, alude a décadas previas, aunque da cuenta de los contrastes vividos entre las décadas del 70, del 80, los 90s y la actualidad que reflejan su historia personal. Luego, la cantante que no salió del archipiélago y para quien el amor consistía más en una virtud que en una realización estable, enfrentaba su soledad tras despedir a los seres queridos que partían hacia la muerte, al exilio o a esa “emigración cubana” que es un exilio no asumido.
El amasijo de sentimientos y sensaciones que provoca este espectáculo, equilibrado en cuanto arte y entretenimiento, es una confirmación de que Celia debería regresar a la cartelera pues merece una larga estancia en los escenarios de Miami.