jueves, 31 de marzo de 2022

Reseña Teatral

EN NOMBRE DE CELIA

La celebración de lo cubano es una práctica recurrente en los hijos del archipiélago. Tanto en el territorio como en el exilio, la devoción por el país confirma a los bien nacidos que, para ello, ejercen las artes con entusiasmo. Y así sucede, en particular, cuando el motivo es una gloria mundialmente conocida. En este caso, el asunto ronda la vida y memoria de Úrsula Hilaria Celia de la Caridad de la Santísima Trinidad Cruz Alfonso, exactamente Celia Cruz, coronada como “Guarachera de Cuba” y “Reina de la Salsa”. Pero la celebración se complejiza si la memoria domina la historia, y la personalidad se vuelve un ídolo. Entonces, surge una dramaturgia de la leyenda y la añoranza, del recuerdo ajeno mezclado con el propio que eleva los dolores compartidos fuera del molde de la naturaleza, allende la ilusión, los logros y las pérdidas.

Sobre la veneración de las conquistas y una lamentación de las realidades versa Celia, puesta en escena del El Ingenio Teatro que a principios de marzo fue estrenada en el elegante edificio que ocupa el Museo Americano de la Diáspora Cubana. La representación dirigida por Liliam Vega constituyó uno de los mejores momentos en la cartelera del Festival Casandra, dedicado a la mujer, que dicha agrupación está defendiendo contra todo obstáculo. La peculiaridad de la propuesta consistió en desplegar recursos audiovisuales, coreográficos, escenográficos y los accesorios con el objetivo de contextualizar la relación directa de los actores y el público. El sesgo personal de la puesta compiló los avatares individuales y las inquietudes sociales e históricas de una nación. Junto a la gracia y el gozo propios de la identidad hispano-caribeña, lo que dio profundidad a la escenificación fue que el intercambio sucedió bajo la forma del teatro dramático-musical donde suele invocarse la cubanidad y su fundamentación, la irreverencia. Pues, al mismo tiempo que ocurre la diversión, un “malestar”, muchas veces de pura raigambre patriótica, recorre el enjambre de las pulsiones; y otros estados inefables cuecen las ambigüedades del goce, el rechazo o la fascinación por los códigos del comportamiento y las tradiciones a los cuales el idealismo ha denominado “la cultura”.

Con un tono fluctuante desde el coloquio teatral a la “descarga”, la sólida música original de Héctor Agüero y las actuaciones convocaron numerosos personajes mediante los monólogos profesados por Ivanesa Cabrera, secundada por Jorge Luis González y África Pérez Balmaseda, cuyas apariciones en las escenas dialogadas enlazan secuencias actuadas y cantadas. Armonizar esos tres registros actorales diferentes, guiados con ingenio (nunca mejor dicho), retó a la directora y autora del texto, quien asumió la faena partiendo de la actriz principal. De la incorporación de la protagonista Celia y la evocación de Celia Cruz, que dicha actriz realiza, surgió la clarísima, para algunos sorprendente, impronta de una diva, según suele nombrarse a quienes concilian la expresión histriónica, la dancística y la musical en grado de excelencia. Más aún, su bella voz y su presencia, unidas a una ejecución minuciosa y al talento de Cabrera en varios registros, elevaron el nivel interpretativo a una altura poco frecuente entre nosotros. Este dominio de las técnicas vocales y psicofísica debería convertirse en un referente de valoración para los espectadores locales y los hacedores del arte teatral.

A su vera, los otros intérpretes recorrieron zonas narrativas y matices en ciertas áreas del discurso que quedaban por cubrir. González usó su versatilidad, organicidad y manejo de las tesituras dramáticas y cómicas para exponer, en clave costumbrista, la naturaleza de los personajes masculinos que rodeaban a la protagonista. Asimismo, sus interpretaciones de instrumentos musicales y las canciones contribuyeron a la corriente de farsa, parodia y seriedad que recorre el espectáculo. Y, casi al final de la obra, la jovencísima Pérez Balmaseda estampó la alternancia generacional haciendo uso de sus habilidades en el canto. La calidad actoral apoyada en los trajes, los tocados, las luces, los destellos de color, además de la gracia y limpieza de los movimientos, fortaleció la representación en su mayor parte; la cual, pese a ocurrir en un espacio escénico no idóneo, motivó el sentido festivo y la degustación de los espectadores que percibieron la sustancia artística, sus ideas.

Celia tiene una eficacia simbólica digna de examen. La alusión al teatro vernáculo, la aparición de la bandera cubana y del ícono patronal de la Virgen de la Caridad del Cobre que preside el Santuario de la Ermita de la Caridad, en Miami, son significantes de una cubanidad herida y esperanzada. El nombre que identifica a la artista mundial y a la protagonista, hija de una admiradora de aquella y ella misma una seguidora entusiasta, acentúa la etimología de Celia vinculada al latín “cielo” (cælium) La unidad en el nombre y sus implicaciones apuntan a lo más alto, a lo inalcanzable de un destino hermoso y zaherido de dos mujeres unidas en una suerte de personaje doble en el cuerpo de la actriz, un ente dramático que en varias ocasiones parece la alegoría del país. Este personaje, tal vez nacido en los años sesenta, alude a décadas previas, aunque da cuenta de los contrastes vividos entre las décadas del 70, del 80, los 90s y la actualidad que reflejan su historia personal. Luego, la cantante que no salió del archipiélago y para quien el amor consistía más en una virtud que en una realización estable, enfrentaba su soledad tras despedir a los seres queridos que partían hacia la muerte, al exilio o a esa “emigración cubana” que es un exilio no asumido. 

El amasijo de sentimientos y sensaciones que provoca este espectáculo, equilibrado en cuanto arte y entretenimiento, es una confirmación de que Celia debería regresar a la cartelera pues merece una larga estancia en los escenarios de Miami.                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                               

lunes, 16 de agosto de 2021

 
Reseña Teatral
A CONTÁRMELO TODO, VUELVE

Fotos: Julio de la Nuez

Dicen bien los que afirman que cada espectáculo tiene su público, y dicen mejor quienes celebran que algunos espectáculos convocan a varios públicos. Otro axioma considera que un texto dramático cuenta historias, mientras algunos profesamos que la dramaturgia siempre organiza una experiencia. Vuelve a contármelo todo. Un hechizo arcaico confirmó las segundas perspectivas de ambos axiomas, sin negar las primeras.



Este drama escrito por Abel González Melo emergió en el floridano Miami Dade County Auditorium como un estreno mundial de la productora Arca Images, bajo la dirección de Larry Villanueva y del autor, en circunstancias poco habituales. Según los creadores declararon a la prensa, el montaje superó las contingencias pandémicas extendiendo durante más de un año un proceso de trabajo discontinuo, al final rearticulado a cuatro manos cuando González Melo se encontraba en España. Villanueva, con seguridad, empleó todo su oficio, su arte y algo más para imprimir unidad a una escenificación donde no se aprecian los mencionados avatares. ¿Acaso las circunstancias causaron la urdimbre ambigua, sinuosa, de una pieza que discurre sobre la ambición desde varios ángulos hasta crear una estructura fragmentada de capas superpuestas?


 
Por lo cual, el espectáculo contiene los riesgos de la multilateralidad del texto, la peligrosidad de la forma tautológica y la frondosidad verbal de dos personajes sin escrúpulos en un ambiente de indeterminación e incertidumbre como elementos expositivos. Es decir, la historia de avaricia y pasión amorosa de una actriz y un actor que desean adueñarse de la compañía a que pertenecen reelaboró la fábula, cuatro siglos antes reelaborada por William Shakespeare, del rey y la reina Macbeth, que refieren a seres humanos transidos de soberbia y de otros pecados capitales. No obstante, ni la obra ni su representación abordan el teatro como es: un espacio de encuentro, conocimiento y crecimiento personal, alrededor de un trabajo colectivo en pos de la belleza y la trascendencia. Al contrario, en un primer nivel de lectura, Melo y Villanueva sugieren que la profesión teatral contiene un territorio sórdido e infértil, pletórico de amenazas, traiciones y simulaciones incontables.



De ello resultó una sucesión de espejismos proporcional a las versiones de los hechos contadas según las perspectivas de los personajes. De igual modo, la escenografía, el vestuario y la tramoya, diseñados por Jorge Noa y Pedro Balmaseda, graficaron mediante planos escenográficos el movimiento calidoscópico de las ideas. En ese sentido, el plano físico de la profundidad, la altura y la amplitud, tuvo una equivalencia en los derroteros imaginarios de la historia y en el contraste de la pequeñez de los cuerpos y la dimensión del espacio. Otro detalle magnífico fue el maridaje de la tramoya y el diseño de iluminación de Balmaseda. Los efectos de soltar y recoger cortinas bañadas de luz y sombras contextualizaron las proporciones enormes de la voracidad interior de los personajes y la repercusión dramática de sus acciones.



En consecuencia, el poder de las imágenes lanzó interrogantes sin respuestas y la inmersión en la imagen teatral como única certidumbre. La dramaturgia fraguó un pórtico para entrar en la vida íntima de los personajes, participar de sus delirios, degustar la sustancia del teatro como experiencia, convivencia, discusión. Pues si hubo algún hechizo, según alude el subtítulo, fue la propia vía teatral como arcano intransferible. Y ese arcano se materializó tras cierta alquimia de la palabra narrativa y la palabra evocativa o representacional.




Ambos usos del lenguaje escrito y dicho recuerdan los aportes de Luigi Pirandello, dramaturgo y novelista italiano, merecedor del Premio Noble 1934 debido a su escritura poliédrica dentro de la estética existencialista contraria al naturalismo. La épica en la producción de Arca Images regresó a aquella transformación del drama desde perspectivas narrativas que fijó un mundo sin certezas en Así es, si así os parece (1917). Entonces y ahora la diégesis dramática fue el principal recurso escénico para que los personajes-actores revivieran las acciones de los personajes-personajes y las de ellos mismos en el pasado. Esta evocación metateatral recuperó la memoria de Los siete personajes en busca de un autor (1921) con el ya establecido recurso del teatro dentro del teatro, y la consecuente duplicación representacional y hermenéutica, menos conocida, que generó la diferencia entre personajes-actores y personajes-personajes.




En el texto y la representación de la obra, la herencia pirandelliana es tan determinante como la herencia shakesperiana. La técnica de Pirandello explica la progresión de un relato con avances bruscos, retrocesos y reconsideraciones en la cadena de sucesos, además de la estructura en forma de capas de cebolla o niveles de profundidad en un continuum sin fin. Las referencias a La tragedia de Macbeth (1606) convierten a los reyes escoceses en arquetipos de los protagonistas, actores envilecidos que, a su vez, forman una metáfora de la gente de hoy en día. La tensión conceptual entre los nobles medievales, los esposos actores y nosotros, sus contemporáneos, fragua una cadena de analogías que enfoca de modo impreciso la conducta criminal de la gente ordinaria que asesina con la mente, la voz, la mirada, muchas veces con las manos.



La ejecución analógica del relato es el eje del discurso, y descansa sobre las actuaciones de Laura Alemán y Adrián Más que encarnaron personajes sin nombre. Ella y Él transitaron por las mismas facetas que caracterizan a los caracteres shakesperianos: momentos de atracción, sensualidad, manipulaciones, conspiraciones para delinquir, agresiones, contradicciones, y la fusión en un ente responsable de cometer crímenes reales o sublimados, un monstruo bicéfalo que Ella controla. Los intérpretes conectaron sus roles y encontraron midieron la interrelación de los monólogos, equilibraron las escenas dialogadas y el histrionismo de los personajes-actores. Laura Alemán desató los efluvios terribles de una ferocidad matriarcal que al inicio contrastó con la mocedad de la actriz recién llegada a la compañía, pero después expuso las inseguridades subyacentes de una personalidad tóxica oculta tras un carácter malévolo. Adrián Más dosificó las venialidades de un carácter débil, artero, un actor frustrado después de años en su agrupación a pesar de su talento, habilidades e instintos de supervivencia y de bajeza, que le condujeron al desastre. Los actores arreglaron un intercambio mayormente fluido, transiciones convincentes, coherentes líneas de acción transversal y, pese a la poca maduración de los personajes y el dominio limitado de las partituras escénicas, problemas comunes en los procesos teatrales de Miami, los intérpretes potenciaron la seducción de un buen espectáculo.



La lógica de Vuelve a contármelo todo. Un hechizo arcaico es el ritornelo, no en cuanto estribillo sino en la progresión de temas que regresan en otra forma o etapa presuponiendo una diversidad de lecturas en relación con los segmentos del público. Ese volver en una espiral de crímenes incruentos, regularmente, u otras veces cruentos, si así parece al espectador, conducen un discurso que incorpora la tradición literaria del teatro para explorar la zozobra actual, hecha de posverdad y confusión. La antropología patológica de este Theatrum Mundi descubre un dios interior, torpe adolescente, que, sin controlarse a sí mismo, intenta dominar los azares de la existencia, y espera algo por llegar, por terminar, por volver a empezar.


 
Reseña
35to. Festival Internacional de Teatro Hispano de Miami (VI)

TEATRO JUVENIL EN EL FESTIVAL


Para cerrar el 35to. Festival de Teatro Hispano de Miami, el black box del Miami Dade County Auditorium acogió la representación mexicana Papá está en la Atlántida, de la agrupación Los pinches chamacos. El texto dramático de Javier Malpica y la dirección de Esteban Castellanos ofreció a la cartelera del evento una obra distinta en cuanto a su naturaleza genérica y una cierta originalidad. El género en cuestión es el teatro juvenil que suele tener pocos representantes pues cae en una franja de edad y un punto de vista artístico que las artes escénicas olvidan en función de los teatros claramente para niños o para adultos; pero no así el séptimo arte o la televisión que, desde la comicidad, han encontrado en esas edades intermedias un provechoso segmento del mercado audiovisual. Sin embargo, aunque la obra fue presentada sin comentarios al respecto, a pesar de su patetismo contiene algunos elementos juveniles muy característicos.


 
La propuesta escénica tiene la peculiaridad de estar concebida desde una mirada ingenua, ligera en ocasiones, hacia temas dolorosos y situaciones trágicas que no son comprendidas por los personajes en toda su crudeza y fatalidad. Igual sucede con el tratamiento dramático y la concreción escénica del mismo en varios cuadros que presentan circunstancias ominosas contadas desde la mirada de los muchachos. Esto se aprecia más en el desarrollo de los conflictos con una complejidad mínima y desenlaces a menudo previsibles. Incluso, la confusión lingüística de Atlanta con Atlántida es parte del simbolismo y del humor de la obra al poner en contraste la perspectiva infantil, que asume las dificultades de la vida con actitud lúdica e ilusión, y la conciencia ante la realidad que aportan la madurez y la experiencia.


 
La historia de dos hermanos huérfanos en una familia deshecha, incapaz de acogerles y menos protegerles, deriva en un viaje de iniciación y descubrimiento. Primero en el trascurso de sus cortas vidas van de casa en casa de familiares, y luego el periplo se transforma en una búsqueda desesperada del padre, emigrante ilegal en los Estados Unidos, que termina destruyendo a estos niños en la noche fría de un desierto más allá de la frontera norte de México. 



El hermano mayor (Esteban Castellanos) y el hermano menor (Erick Israel Consuelo) fueron construidos con verosimilitud y narrados con precisión en sus diferencias. Además, la mostración de los hermanos dejó abierta la interpretación de que los jóvenes ya estaban muertos y desde el trasmundo revivían los gozos y las dificultades de su tránsito. La representación de los personajes cubiertos de una pátina blanca, el ambiente rojo, la abundancia de hojas secas, las constantes referencias al polvo, a la fraternidad, al ideal imposible, marcan este espectáculo imaginativo, conciso, muy recio.