sábado, 28 de marzo de 2020
viernes, 27 de marzo de 2020
La búsqueda del sentido del teatro nunca terminará. Lo confirman las palabras que escribió Shahid Mahmood Nadeem para
celebrar el Día Mundial del Teatro con el International Theater Institute
(ITI), que anualmente honra con este encargo a un teatrista destacado. Pero todo parece diferente en el año 2020.
El mundo se ha convertido en una aldea global de la Modernidad Tardía, azotada por una pandemia desconocida que obliga a reconsiderar la civilización y la humanidad. Incluso el teatro, que no puede sobrevivir en condiciones de distanciamiento social, aislamientos e incontables cuarentenas al necesitar, al menos, un actor y un espectador en un mismo espacio-tiempo, ahora sí podría ser pensado como una actividad en difíciles circunstancias de supervivencia. Dicho replanteamiento llega con la sabiduría tan contemporánea como milenaria de uno de los comunicados teatrales más brillantes y conmovedores que nos ha entregado el ITI, ante la duda de si el teatro es solo entretenimiento, es decir, si sirve para algo. Aunque no de forma explícita, el mensaje que hoy nos viene del Extremo Oriente rondan el sentido del arte escénico justo en tiempos extremos, y motiva el presente texto que procura repensar el teatro con el texto de Nadeem.
Quizá lo más estremecedor de la vindicación
sea que su autor, un activista social y un artista de sesgo político, a lo
Piscator y Brecht, superó la perspectiva materialista o mecánica del mundo
desplegando un cuestionamiento de profundo y sincero carácter espiritual. Así,
su escrito comienza con la noción de conjuro y de teatrista-mago en alusión a
los orígenes religiosos del teatro y adjudicando el objetivo de entonces:
transformar la realidad inmediata. Por ende, asume lo sagrado, en cuanto
inminencia y trascendencia de la vida, que desafía el pensamiento y la técnica
de la representación escénica. El artista de origen musulmán enfoca el asunto
desde la tradición sufí que abordó en un espectáculo donde, al terminar, un
anciano dijo a uno de los intérpretes: “Hijo, no eres un actor, eres una reencarnación
de Bulleh Shah, su avatar”. Tal sentencia, digna de un tratado de filosofía del
teatro, le permite concluir: “la actuación no es solo una experiencia
entretenida o intelectualmente estimulante sino un encuentro espiritual”.
Nadeem propone otra concepción del convivium teatral
que implica una comprensión de la naturaleza humana allende lo físico-sensorial
y lo emocional-intelectual. Sin prescindir de la materialidad del teatro,
sugiere un salto desde la teatralidad de los cuerpos hacia una teatralidad de
la vida interior de esos cuerpos, próximo al Teatro Noh y a las exploraciones
actorales del último Stanislavski. O cercano a lo que Grotowski investigó sobre
el actor santo y alrededor de su categoría de performer,
las cuales tienen correlatos en los espectadores-testigos y bajo la dramaturgia
del espectador, incluso cuando este parece no entender ni comprender lo que el
director paquistaní llama “las dimensiones espirituales del teatro”, quizá el
ámbito del sentido.
La visión espiritual del
espectáculo que, según afirma el escritor, debe considerar al espacio escénico como una esfera
sagrada, conecta con varios pensadores, pero se funde en las páginas memorables
de El espacio vacío, de Peter Brook. El maestro británico, con
aplastante lucidez, acerca lo sagrado a lo invisible, en cuanto revelación de una
riqueza interior que cristaliza sobre el escenario en un hecho esencialmente
poético, generador de universos, fortalecedor y, en cierto sentido, nutritivo. Porque
el desgaste existencial también se alivia en el arte, se restablecen las fuerzas, la vida vuelve a
empezar, proyecta otros mundos. Ese teatrista-demiurgo al que alude Shahid
Mahmood Nadeem al principio de su texto convoca lo sagrado como esencia y lo
profano como sustancia en tanto “hacer teatro puede ser un acto sagrado, y los
actores pueden convertirse en los avatares de los roles que desempeñan”, si reconocen
que el teatro no sucede ante los sentidos ni en las emociones. Al menos, no del
todo. Pues algo trasciende en lo invisible que Esquilo, Shakespeare, Chejov y
Williams representaron, en lo sublime del teatro que hemos vivido, hecho,
recibido y conservado. Algo que regresa cuando las luces se extinguen, los
aplausos se ahogan, los cuerpos se ocultan y todo queda disuelto. Menos el
teatro.
domingo, 8 de marzo de 2020
COMPLICIDAD PERFORMATIVA
El primer problema
de la complicidad performativa es su propia la tautología. No hay acción sin
complicidad, ni complicidad enajenada de alguna actuación. El segundo problema está
en las implicaciones rituales de la experiencia: el carácter transgresivo y liberador
del acto. Porque si no hay transgresión no hay acción y menos liberación.
Ejemplo: aplaudimos a un actor porque ha cometido un sacrificio gastando su
energía y su tiempo en una acción que fue entrega impecable, superación del ego,
y que no volverá a suceder nunca más. El tercer problema es que la transgresión
personal del celebrante, el sacrificio de la víctima propiciatoria y el último
acorde del instrumentista tienen el mismo carácter: están hechos para nada, por
nada, hacia nada, en tanto no hay otro provecho que producir la totalidad del
acto. Y al otro lado, el espectador, el testigo, el cómplice solo tienen una
opción para que esa totalidad perviva: el receptor tiene que ser agente poético
y fuente inagotable de sentido, significados y vitalidades, o no habría acto ni
liberación. Por tanto, en la perfección ritual del acto, además de la totalidad
del sentido, sus consecuencias, se cumple todo en el todo. Y solo el cómplice
lo encuentra.
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