viernes, 27 de marzo de 2020



EL SENTIDO (ESPIRITUAL) DEL TEATRO



La búsqueda del sentido del teatro nunca terminará. Lo confirman las palabras que escribió Shahid Mahmood Nadeem para celebrar el Día Mundial del Teatro con el International Theater Institute (ITI), que anualmente honra con este encargo a un teatrista destacado. Pero todo parece diferente en el año 2020.


El mundo se ha convertido en una aldea global de la Modernidad Tardía, azotada por una pandemia desconocida que obliga a reconsiderar la civilización y la humanidad. Incluso el teatro, que no puede sobrevivir en condiciones de distanciamiento social, aislamientos e incontables cuarentenas al necesitar, al menos, un actor y un espectador en un mismo espacio-tiempo, ahora sí podría ser pensado como una actividad en difíciles circunstancias de supervivencia. Dicho replanteamiento llega con la sabiduría tan contemporánea como milenaria de uno de los comunicados teatrales más brillantes y conmovedores que nos ha entregado el ITI, ante la duda de si el teatro es solo entretenimiento, es decir, si sirve para algo. Aunque no de forma explícita, el mensaje que hoy nos viene del Extremo Oriente rondan el sentido del arte escénico justo en tiempos extremos, y motiva el presente texto que procura repensar el teatro con el texto de Nadeem.



Quizá lo más estremecedor de la vindicación sea que su autor, un activista social y un artista de sesgo político, a lo Piscator y Brecht, superó la perspectiva materialista o mecánica del mundo desplegando un cuestionamiento de profundo y sincero carácter espiritual. Así, su escrito comienza con la noción de conjuro y de teatrista-mago en alusión a los orígenes religiosos del teatro y adjudicando el objetivo de entonces: transformar la realidad inmediata. Por ende, asume lo sagrado, en cuanto inminencia y trascendencia de la vida, que desafía el pensamiento y la técnica de la representación escénica. El artista de origen musulmán enfoca el asunto desde la tradición sufí que abordó en un espectáculo donde, al terminar, un anciano dijo a uno de los intérpretes: “Hijo, no eres un actor, eres una reencarnación de Bulleh Shah, su avatar”. Tal sentencia, digna de un tratado de filosofía del teatro, le permite concluir: “la actuación no es solo una experiencia entretenida o intelectualmente estimulante sino un encuentro espiritual”.


Nadeem propone otra concepción del convivium teatral que implica una comprensión de la naturaleza humana allende lo físico-sensorial y lo emocional-intelectual. Sin prescindir de la materialidad del teatro, sugiere un salto desde la teatralidad de los cuerpos hacia una teatralidad de la vida interior de esos cuerpos, próximo al Teatro Noh y a las exploraciones actorales del último Stanislavski. O cercano a lo que Grotowski investigó sobre el actor santo y alrededor de su categoría de performer, las cuales tienen correlatos en los espectadores-testigos y bajo la dramaturgia del espectador, incluso cuando este parece no entender ni comprender lo que el director paquistaní llama “las dimensiones espirituales del teatro”, quizá el ámbito del sentido.

La visión espiritual del espectáculo que, según afirma el escritor, debe considerar al espacio escénico como una esfera sagrada, conecta con varios pensadores, pero se funde en las páginas memorables de El espacio vacío, de Peter Brook. El maestro británico, con aplastante lucidez, acerca lo sagrado a lo invisible, en cuanto revelación de una riqueza interior que cristaliza sobre el escenario en un hecho esencialmente poético, generador de universos, fortalecedor y, en cierto sentido, nutritivo. Porque el desgaste existencial también se alivia en el arte, se restablecen las fuerzas, la vida vuelve a empezar, proyecta otros mundos. Ese teatrista-demiurgo al que alude Shahid Mahmood Nadeem al principio de su texto convoca lo sagrado como esencia y lo profano como sustancia en tanto “hacer teatro puede ser un acto sagrado, y los actores pueden convertirse en los avatares de los roles que desempeñan”, si reconocen que el teatro no sucede ante los sentidos ni en las emociones. Al menos, no del todo. Pues algo trasciende en lo invisible que Esquilo, Shakespeare, Chejov y Williams representaron, en lo sublime del teatro que hemos vivido, hecho, recibido y conservado. Algo que regresa cuando las luces se extinguen, los aplausos se ahogan, los cuerpos se ocultan y todo queda disuelto. Menos el teatro.