miércoles, 9 de junio de 2021

DE LOS  FESTEJOS  DEL  CORPUS CHRISTI  A  LA VANGUARDIA  TEATRAL



La Fiesta del Cuerpo y la Sangre de Cristo benefició a las vanguardias escénicas de principios del siglo XX, un capítulo poco conocido de la cultura teatral. De hecho, el asunto corrobora los orígenes rituales del teatro, así como cierta caracterización del arte religioso en Occidente. Pero el principal heredero parece haber sido el teatro actual derivado de las vanguardias del siglo pasado, aunque sus antecedentes remotos estén en la teatralidad barroca, donde los festejos del Corpus Christi alcanzaron el máximo esplendor. El antecedente católico de algunos experimentos expresionistas, dadaístas y surrealistas, integra factores y referentes que explican su significación en el devenir histórico y en la representación contemporánea.


El culto del Corpus Christi se remonta al siglo XIII, cuando el papa Urbano IV lo instituyó antes que Juan XXII lo decretara Fiesta universal en el siglo XIV. Clemente V autorizó las procesiones en el templo, y el pontificado de Nicolás V acogió la primera procesión fuera del templo por las calles de Roma en el siglo XV. Luego, en el siglo XVI, el Concilio de Trento ratificó el culto público a la Sagrada Eucaristía en medio de los enfrentamientos doctrinales y militares entre católicos y protestantes. Las circunstancias estimularon culturalmente esa devoción fuera y dentro del rito. Misas y procesiones, cantos, objetos litúrgicos, poemas, pinturas, vitrales, esculturas, se llenaron de fervor, belleza y olor de santidad. Durante el siglo XVII, a la sombra del barroco, florecieron el drama teológico de los jesuitas alemanes y los autos sacramentales, textos específicos para las representaciones del Corpus en España.   


Las piezas españolas se inclinaron hacia la discusión filosófica sobre el sacramento. Enfrentaron el problema de la presencia real de Cristo en la Hostia Consagrada mediante diálogos tejidos con los razonamientos que desvelaron a santo Tomás de Aquino, uno de los grandes sabios de todos los tiempos. La Transubstanciación, que explica la conversión del pan y el vino en Cuerpo y Sangre de Jesucristo usando razonamientos físicos y bíblicos, fue un tópico recurrente en las obras. Estas sutilezas teológicas no afectaron el disfrute del público ni amilanaron a los dramaturgos que desde los Siglos de Oro hasta el XX no dudaron en escribir autos sacramentales. El género alcanzó la cumbre literaria, religiosa y escénica en la obra de Pedro Calderón de la Barca, un genio del siglo XVII. Más tarde, el auto perdió el rumbo sacro por la acumulación de elementos profanos y cómicos, hasta quedar prohibido en el siglo XVIII.



Los autos y sus representaciones constituyeron un momento apasionante del fervor popular y la renovación artística. Estos textos son creaciones en verso basadas en el debate filosófico, los personajes alegóricos (la Fe, el Hombre, la Doctrina, el Aire, la Sabiduría), el sentido fantástico de la acción que sigue una lógica conceptual, ambiciosas propuestas escénicas, a ratos vinculadas al teatro medieval. Las puestas en escena realizaron la vocación espectacular con los recursos de la época: presentaciones en las plazas, compañías de actores especializados, escenarios sobre carros tirados por bueyes, tramoya ingeniosa, efectos y artilugios disponibles. Y lo más importante, los espectáculos culminaban las fabulosas procesiones del Corpus. Realizadas con opulencia, tras la custodia que mostraba el Santo Sacramento rodeado de ornamentos y objetos sagrados, desfilaban los reyes o emperadores, la jerarquía eclesiástica, figuras de la corte y del poder seguidos por el pueblo. Además, figuras carnavalescas e impías (la Tarasca, los gigantes y cabezudos) introdujeron la diversión subordinándola al motivo de la veneración.


La celebración del Corpus hacía visible la dimensión escondida del misterio; o continúa haciéndolo, ahora solo con la motivación religiosa, en los lugares donde se observa la tradición. Respecto al teatro, las consecuencias pueden resumirse en tres: el desarrollo del sentido espectacular del teatro medieval mostrando una estructuración diferente a la clásico-aristotélica e igual de eficaz, la apertura hacia una dramaturgia de lo abstracto con intención filosófica o político-propagandista, y la estética popular del megaespectáculo que funde una diversidad de lenguajes. La concepción teatral de la Modernidad no existiría sin los aportes anteriores.



Las obras eucarísticas influyeron en los artistas románticos del siglo XIX y en los reformistas y vanguardistas del siglo pasado. Algunos hitos fueron la escenificación de El Gran Teatro del Mundo, de Calderón, en versión de Hofmannsthal y dirigida por Max Reinhardt, en 1922; la exploración dramática con personajes alegóricos y ambientes oníricos que hicieron Tzara y Eluard; el teatro político de Piscator y las obras Agitprop; la dramaturgia filosófica del Existencialismo; los autos sacramentales de la Generación del 27 (Lorca, Hernández, Alberti, Altolaguirre), sin demeritar a los gigantes de la Generación del 98 (Unamuno, Azorín). Federico García Lorca se destacó al representar el auto La vida es sueño, de Calderón, con su agrupación universitaria La Barraca. Incluso, el teatro posmoderno suele interesarse en la espectacularidad y en los nudos conceptuales de las obras eucarísticas incorporando el eclecticismo estético, la parodia y las nuevas tecnologías e ideologías en torno a las cuales articula su cosmovisión.

sábado, 28 de marzo de 2020


FUNDAMENTACIÓN ANTROPOLÓGICA DE LA ESPERANZA



Mantengo la firme esperanza de que ningún peligro o pandemia son más fuertes que la especie humana. O mejor, que la peor pandemia, la única que podría eliminar hasta el último homínido existente, es la irresponsabilidad comunitaria de la propia especie, ya sea en grado de ignorancia o en grado de soberbia. El primer caso sucede bajo la influencia del miedo ancestral, primigenio. En el segundo caso actúa, fundamentalmente, la maldad como instinto. Delante de la historia puedo corroborar estos axiomas, sus causas probables y, con ardua dificultad, alguien podría articular los opuestos. Entonces, por ello mismo, son muy pocas las probabilidades de que la racionalidad, o el sentido común, y la voluntad sean derrotadas.



Pero hay un enorme PERO. El orden de la sociedad occidental, forjado en todos los aspectos de la vida comunitaria sobre los principios del liberalismo modernista (que tiende a desconocer la responsabilidad por una comprensión ingenua de la libertad), propugna en menor o mayor medida una concepción individualista que poco contribuye a dar respuestas unívocas a problemas comunes. De ahí surge un conflicto interesantísimo entre la razón y la libertad, entre la ley y los principios, cuya solución filosófica es menos compleja que la solución práctica. Y hasta ahora, la actual pandemia se beneficia de este diferendo, cuya mejor prueba está en las sociedades autoritarias o totalitarias. Aunque estas comunidades enfrentan el mismo el peligro, la ausencia legal (no legítima) de libertades o derechos favorece la rápida militarización de la sociedad cuando la solución real (un medicamento salvador, por ejemplo) aún demora. Tales pueblos tienen “garantizadas” condiciones estructurales, psicológicas y superestructurales para obtener la relativa eficacia de las prohibiciones.



El punto común entre tantos registros sería el manejo de las circunstancias de supervivencia y las opciones de vencimiento rápido. En cuanto a las circunstancias, se trata de una sobrexpuesta lista de precariedades (pandemias desconocidas, enfermedades y muertes incontrolables, pánico social, colapso económico, escaseces, violencia) que, cual “flamantes” jinetes del apocalipsis posmoderno, parecen ganarles la partida a las piezas tradicionales del ajedrez cultural: la bondad, el pudor, el heroísmo y el amor como virtud y sacrificio. Pero la entraña familiar de la sociedad es extremadamente poderosa, más fuerte que los alegatos del humanismo individualista y hedonista, más sutil que la puerilidad del mercado bursátil. En el peor de los casos, una cultura sustituye la otra, pero la lógica cultural (civilizatoria, familiar) de los pueblos siempre prevalece. De aquí procede la fundamentación antropológica de mi esperanza.


  

viernes, 27 de marzo de 2020



EL SENTIDO (ESPIRITUAL) DEL TEATRO



La búsqueda del sentido del teatro nunca terminará. Lo confirman las palabras que escribió Shahid Mahmood Nadeem para celebrar el Día Mundial del Teatro con el International Theater Institute (ITI), que anualmente honra con este encargo a un teatrista destacado. Pero todo parece diferente en el año 2020.


El mundo se ha convertido en una aldea global de la Modernidad Tardía, azotada por una pandemia desconocida que obliga a reconsiderar la civilización y la humanidad. Incluso el teatro, que no puede sobrevivir en condiciones de distanciamiento social, aislamientos e incontables cuarentenas al necesitar, al menos, un actor y un espectador en un mismo espacio-tiempo, ahora sí podría ser pensado como una actividad en difíciles circunstancias de supervivencia. Dicho replanteamiento llega con la sabiduría tan contemporánea como milenaria de uno de los comunicados teatrales más brillantes y conmovedores que nos ha entregado el ITI, ante la duda de si el teatro es solo entretenimiento, es decir, si sirve para algo. Aunque no de forma explícita, el mensaje que hoy nos viene del Extremo Oriente rondan el sentido del arte escénico justo en tiempos extremos, y motiva el presente texto que procura repensar el teatro con el texto de Nadeem.



Quizá lo más estremecedor de la vindicación sea que su autor, un activista social y un artista de sesgo político, a lo Piscator y Brecht, superó la perspectiva materialista o mecánica del mundo desplegando un cuestionamiento de profundo y sincero carácter espiritual. Así, su escrito comienza con la noción de conjuro y de teatrista-mago en alusión a los orígenes religiosos del teatro y adjudicando el objetivo de entonces: transformar la realidad inmediata. Por ende, asume lo sagrado, en cuanto inminencia y trascendencia de la vida, que desafía el pensamiento y la técnica de la representación escénica. El artista de origen musulmán enfoca el asunto desde la tradición sufí que abordó en un espectáculo donde, al terminar, un anciano dijo a uno de los intérpretes: “Hijo, no eres un actor, eres una reencarnación de Bulleh Shah, su avatar”. Tal sentencia, digna de un tratado de filosofía del teatro, le permite concluir: “la actuación no es solo una experiencia entretenida o intelectualmente estimulante sino un encuentro espiritual”.


Nadeem propone otra concepción del convivium teatral que implica una comprensión de la naturaleza humana allende lo físico-sensorial y lo emocional-intelectual. Sin prescindir de la materialidad del teatro, sugiere un salto desde la teatralidad de los cuerpos hacia una teatralidad de la vida interior de esos cuerpos, próximo al Teatro Noh y a las exploraciones actorales del último Stanislavski. O cercano a lo que Grotowski investigó sobre el actor santo y alrededor de su categoría de performer, las cuales tienen correlatos en los espectadores-testigos y bajo la dramaturgia del espectador, incluso cuando este parece no entender ni comprender lo que el director paquistaní llama “las dimensiones espirituales del teatro”, quizá el ámbito del sentido.

La visión espiritual del espectáculo que, según afirma el escritor, debe considerar al espacio escénico como una esfera sagrada, conecta con varios pensadores, pero se funde en las páginas memorables de El espacio vacío, de Peter Brook. El maestro británico, con aplastante lucidez, acerca lo sagrado a lo invisible, en cuanto revelación de una riqueza interior que cristaliza sobre el escenario en un hecho esencialmente poético, generador de universos, fortalecedor y, en cierto sentido, nutritivo. Porque el desgaste existencial también se alivia en el arte, se restablecen las fuerzas, la vida vuelve a empezar, proyecta otros mundos. Ese teatrista-demiurgo al que alude Shahid Mahmood Nadeem al principio de su texto convoca lo sagrado como esencia y lo profano como sustancia en tanto “hacer teatro puede ser un acto sagrado, y los actores pueden convertirse en los avatares de los roles que desempeñan”, si reconocen que el teatro no sucede ante los sentidos ni en las emociones. Al menos, no del todo. Pues algo trasciende en lo invisible que Esquilo, Shakespeare, Chejov y Williams representaron, en lo sublime del teatro que hemos vivido, hecho, recibido y conservado. Algo que regresa cuando las luces se extinguen, los aplausos se ahogan, los cuerpos se ocultan y todo queda disuelto. Menos el teatro.